lunes, agosto 17, 2009

El fin de la intimidad (fragmento de la novela "Películas y el más grande de los amores infieles")






Cuando pienso en privacidad y libertad y enajenación de esos dos bastiones, pienso en “Brazil”(1985-Terry Guillian), quizá una de mis favoritas. Sam Lowry (Jonathan Price) es un gris pero feliz empleado del Estado que no se da cuenta que no es libre hasta que un día necesita de esa libertad, porque casualmente...se enamora de una desconocida. En realidad, Sam se enamora de una mujer en sus sueños, mujer que después descubre en la realidad de carne y hueso y eso termina por patear por los aires su tablero. La sociedad futurista en que nos sumerge Guillian con perversa opresión es una mezcla de la década del 50, la post-guerra y la guerra fría, y un futuro indefinido plagado de registros, tubos y computadores. Sam intentará escapar del sistema, como un verdadero Quijote post-moderno, y lo logrará al final, quizá amargamente para el espectador, al menos en su mente. “Brazil” es la muestra de cómo hemos construido un mundo donde todo tiene que estar supervisado. Donde la libertad cuando existe, está meticulosamente asentada en registros, algunos muy sutiles.
Una persona moderna se mueve y va dejando su huella impresa a cada paso. Eso distingue de manera sutil este tiempo de cualquier otro tiempo. Estamos dejando permanentes señales documentadas de nuestros actos, en todo momento. Los teléfonos fijos registran todos los números a los que llamamos y los que nos llaman, como así también el tiempo que dura cada comunicación. Por un módico precio uno puede acceder a la factura detallada de todo lo que habló y se escuchó por una línea. Si bien no se puede solicitar la grabación de las conversaciones, salvo una orden Federal por la presunción de algún delito, el solo observar la frecuencia de las llamadas y su duración nos dice muchísimo de una persona y de su mundo íntimo.
Los teléfonos móviles proporcionan además la ubicación geográfica de los que establecen la comunicación, ya que se puede saber con exactitud por qué antena entró o salió la señal y la célula que abarca esa antena.
Los teléfonos celulares en particular son un capítulo aparte, porque nunca antes en toda la historia de la Humanidad un objeto de tan fácil acceso fue capaz de guardar tanta y tan variada cantidad de información altamente privada de su dueño y de las personas que se comunican con él. Todas las llamadas quedan en el registro, como así también los mensajes de texto. Si se toma la precaución de eliminar el registro de llamadas y mensajes recibidos, aún quedan los registros de llamadas y mensajes enviados. Hay que ser extremadamente prolijo y meticuloso para no dejar huellas de actividades extrañas en un celular. Y aunque se lograra eso, si se eliminaran todos los registros, tanto de llamadas entrantes y salientes como de mensajes de texto enviados y recibidos, sería lo mismo, pero por omisión. Yo desconfiaría particularmente de alguien que tuviera un celular sin ningún registro! Pensaría incluso que tal persona puede pertenecer al crimen organizado, o al espionaje!
Es decir, que el advenimiento de los teléfonos celulares permite la comunicación desde prácticamente cualquier parte del planeta con cualquier ser viviente, pero exponen de manera sutil muchas intimidades y hábitos de quienes los usan. Por ejemplo, antes de la telefonía celular si alguien llamaba por teléfono a una persona y ésta no estaba en casa, no sucedía nada. El que llamaba pensaba “Salió. No hay nadie. Llamo más tarde” y punto. A lo sumo se dejaba un mensaje en esos contestadores de mini casete que casi nunca funcionaban bien. Y si uno andaba por ahí, jamás pensaba “Alguien puede querer comunicarse conmigo”. Uno simplemente salía y no andaba dejando dicho a qué teléfono comunicarse, salvo que estuviéramos hablando del jefe de Terapia Intensiva o del comisario de turno. En el mejor de los casos, si se necesitaba hablar con alguien, había teléfonos públicos, y con suerte, quizá locutorios con cabinas. El comunicarse era siempre una expresión de legítima voluntad. No una obligación. Y nadie se sentía incomunicado si iba digamos a jugar al tenis y no había un teléfono público al lado del alambrado de la cancha. Todos íbamos y veníamos y teníamos espacios de tiempo en los que estábamos a solas, o con nosotros mismos o con la persona que nos acompañara. En esos espacios de tiempo nadie podía alcanzarnos con un fastidioso “ ring-tone”. Era como un cono de silencio, como la campana transparente del Súper Agente 86.
En cambio la aparición de la telefonía móvil cambió todo. Y cambió todo desde un punto de vista psicológico profundo. Con la telefonía celular cualquiera puede comunicarse con cualquiera en cualquier momento. Esto, que pareciera el milagro que levantaría de sus tumbas estupefactos a los mismísimos Marconi y Grahan Bell, en realidad se parece en muchos momentos más a una maldición. Y créanme que los momentos en que el teléfono móvil se torna un objeto bendito nunca superan a los momentos en que se vuelve detestable. Y no hablo solamente de cuando suena con su alegre musiquita en medio de la escena final en un cine, o en una ópera, o cuando nuestro hijo está recitando su parte en el acto del colegio, o cuando le suena a la persona a la que le estamos por decir eso tan difícil que quizá dentro de un rato no se lo diríamos...Me refiero a la dependencia extraña y enfermiza de cuando lo hemos olvidado al salir de casa y nos empezamos a sentir como amputados del universo. Quién soporta la abstinencia de regresar a buscarlo con prisa?
Si alguien llama a un móvil y no es atendido, esto ya no se puede simplificar como antes con el noble teléfono fijo. Ahora tiene múltiples interpretaciones. Por la simple suposición de que todo el mundo carga con el teléfono encima, y de que todo el mundo está pendiente de él, cuando la llamada no es respondida puede generar incluso una sensación de rechazo. Máxime teniendo en cuenta que el receptor de la llamada está al tanto necesariamente de quién es el que está llamando.
Pienso que en el mundo actual el único ser humano vivo inserto en la sociedad que permanece a salvo de los celulares es el bebé non nato.
Con los mensajes de texto no es menos complejo. Lo escueto de la escritura y lo infructuoso de reflejar en ese virtual telegrama abreviado cuestiones más expresivas, a menudo se confunden intenciones, e incluso entusiasmos pueden ser malinterpretados como lacónicos, o frialdad y hasta descortesía.
Los que hablan acerca de que los mensajes de texto estimularían la capacidad de síntesis olvidan que uno llega a la síntesis sólo después de recorrer un todo. La síntesis a la que obliga el mensaje de texto se parece más bien a una carencia, una restricción expresiva. Si una persona tiene dificultad para expresarse hablando o escribiendo normalmente, y está claro que esta dificultad parece ser una característica de la sociedad moderna, cómo podría alcanzar la síntesis expresiva en dos o tres líneas de caracteres? A lo sumo estas dos o tres líneas serán la síntesis de sus propias limitaciones.
Si una amante apasionada le escribe a su hombre por mensaje de texto
TE ESPERO C SIEMP. T KM
y el hombre en cuestión responde un escueto
OK
lo más probable es que ese encuentro termine agriándose porque la mujer, sensibilizada, dará por seguro que no es respuesta digna un gélido “OK” para un mensaje tan amoroso como el que ella había tipeado. Todo esto sin que nadie tenga en cuenta las circunstancias en que fue leído y respondido el mensaje, a menudo incómodas o poco propicias. Peor aún: ese remedo de diálogo paupérrimo podría continuar así:

Q T PASA? SEG ENAMORA2 ? (Qué te pasa? Seguimos enamorados?)
SI- X Q? (Si. Por qué?)
T NO T 1 pco C-CO (Te noté un poco seco)
TA TODO OK. SALU2 (Está todo bien. Saludos)

Aunque me fuercen, no voy a poder encontrar el poder de la síntesis en este tipo de comunicación. Y no tendría nada de malo si las personas no se esclavizaran voluntariamente a estos medios restringidos de expresión.
A esto se suma la cualidad invasiva de los celulares, que nos pone en situación de tener que rediseñar algunos aspectos de las relaciones, y de incorporar toda una metodología comunicacional nueva y bastante incómoda por momentos. Y todo por un aparato cada vez más minúsculo que suena. Porque si algo está visto es que los celulares suenan, siempre suenan.
En el siglo XIX, por ejemplo, no había mucha posibilidad de dejar registro de lo que una persona hacía o no hacía, excepto que llevara un diario íntimo pormenorizado o que fuera tan célebre que algún cronista se ocupara de documentarlo. A lo sumo se podía decir “Tuvo un hijo”, “Aquí vivió”, “Este árbol fue plantado por él”. Pero no mucho más. El resto era un misterio. Las personas podían ser y hacer casi cualquier cosa. Hasta para tomar una fotografía, o más bien un deguerritipo, una persona tenía que permanecer un buen rato frente a la lente para ser registrado. Y el resultado era igualmente bastante pobre. El pasado se reserva inmensas lagunas de información en las que jamás nadaremos, excepto que algún inconsciente consiga el sueño de H. G. Wells e invente una máquina del tiempo. Si esa catástrofe sucediera, entonces ni siquiera nuestro pasado estaría a salvo del minucioso inventario kafkiano. Hasta los rostros verdaderos de personas celebérrimas permanecen velados, como Cristóbal Colón o el mismísimo Jesucristo. Todas las pinturas que los representan los muestran distintos. Puede decirse incluso de Jesús, sin ningún pudor, dentro y fuera de las sinagogas, que es la personalidad más destacada de toda la historia del hombre civilizado.

Y sin embargo, más de dos tercios de su vida permanecen en el más absoluto misterio. Se conocen incidentes de su vida temprana, hasta los 12 años. Pero a partir de allí, su vida escapa de todo registro. Los acontecimientos narrados en las escrituras abarcan como mucho los últimos 3 años de su vida, hasta su asesinato.
Me pregunto consternado una vez más acerca de si es posible dimensionar la envergadura de un acontecimiento como este, en épocas en que pocos sabían leer y menos aun escribir. El impacto debió ser verdaderamente formidable, toda vez que la historia sobrevivió indeleble en la memoria de los contemporáneos que luego la transmitieron por vía oral hasta que finalmente fue escrita.
Tengamos en cuenta que en esos años remotos no se podía comprar un camello y pagarlo con tarjeta de crédito, de modo que nadie llenaba un cupón con el día, la hora y el costo de lo que se había comprado.
Las generaciones que nos sobrevengan, en caso de que ningún imbecil oprima el botón rojo y la civilización perviva digamos otros 500 años, van a estar en condiciones de reconstruir todos los aspectos de nuestras vidas, hasta el detalle más fútil solo mirando en la basura y en los registros.
Los peajes delatan que pasamos por tal o cual ruta o autopista, a qué hora, qué día e incluso la matrícula del vehículo. La mayor parte de los hipermercados solicitan en la caja el número de identificación. En el ticket posterior se puede leer, además del día, la hora, minutos y segundos del momento de la compra, nuestro nombre completo, nuestro número de clave impositiva, el seguro social y hasta el nombre de la cajera!
Por otra parte, la creciente ola delictiva llevó a la instalación de cámaras en miles de lugares públicos: estaciones de servicio, restaurantes, lugares de esparcimiento, incluso playas de estacionamiento desoladas y hasta las mismas calles y veredas. Londres se apunta como una de las primeras capitales, sino la primera, en monitorear en video gran parte de su micro centro. Parecerá increíble, pero la mayoría de nosotros ya hemos cumplido el sueño dorado del siglo XX de quedar inmortalizados en la TV, aunque no del modo en que esperábamos: nuestra imagen desprevenida está registrada sin duda ya no en una, sino en varias cintas de grabación continua, o en colosales discos duros. Captados sin preguntar, sonría lo estamos filmando, en blanco y negro y a veces hasta en color y con audio, dando testimonio de que estuvimos ese día allí mismo, haciendo tal o cual cosa. O bien no haciendo nada en absoluto.
Con las computadoras pasa lo mismo. Todo queda registrado. La verdad es que importan un cuerno la multitud de claves y contraseñas que nos vemos obligados a usar a diario para todo: si se han abierto cajas fuertes toda la vida, claves y contraseñas electrónicas no deben representar gran problema para aquel que se plantee violarlas, más si se tiene en cuenta que la mayoría las confecciona con las fechas de nacimiento o los nombres de los hijos o de uno mismo. Y de nuevo, aunque se pudiera borrar todo, la era digital tiene muchos dobleces donde la información permanece y se esparce. Se sabe por ejemplo que los departamentos de investigación informática del FBI, la policía británica y la policía rusa pueden recuperar información de un disco duro que ha sido borrado hasta 8 veces...
Tarde o temprano, la computadora se fusionará con el teléfono celular. Las computadoras portátiles y los teléfonos que ya se pueden conectar a Internet son el primer paso. La tecnología es como un amante obsesivo: quiere invadir todos nuestros tiempos. Llegará el momento, si no ha llegado ya, que una persona dará un paseo al aire libre y seguirá on-line, observando de reojo cotizaciones o eliminando spam de la bandeja de entrada del correo. Se anticipan lentes de contacto que serán directamente micro pantallas, conectadas de modo inalámbrico, de manera que no hará falta ya cargar con un monitor: los datos aparecerán flotando en los laterales de nuestro campo de visión.
Pero...para qué estar todo el tiempo conectados a Internet y a los celulares? Qué es lo que tenemos miedo de perdernos? Y cuánta de la supuestamente importantísima información que fulgura de un extremo al otro del globo a través de la supercarretera de fibra óptica es realmente importante? Porque más información no significa más conocimiento, de la misma manera que nadie se tornará más sabio de acuerdo a la cantidad de información que puede deglutir de Internet. Pareciera que nosotros mismos tenemos una urgente necesidad por ser...hallados, por ser encontrados, “ cargaré las baterías, no sea cosa que el teléfono se apague en el momento justo en que entraba una llamada”.
Al parecer, somos nosotros mismos los que renunciamos sin notarlo a nuestra intimidad, a nuestro espacio personal.
Y esto no es todo.
El descubrimiento del Genoma Humano y la codificación del ADN llevó las cosas más allá todavía: antes a cualquiera se le podía traspapelar un hijo. Las historias de hijos ilegítimos que eran criados como de la misma sangre pululan tanto en los círculos aristocráticos como en los más modestos. Una mujer podía endosar un embarazo ilegítimo a su esposo o a su novio o pareja sin correr ningún riesgo de ser descubierta, toda vez que el furtivo amante no fuera un lustroso senagalés o un lechoso nórdico que arrojaran bebés imposibles de endosar incluso al más crédulo. De igual manera, un hombre podía negar responsabilidad de potestad a una mujer que se la reclamara y nadie podía aseverar nada que fuera más allá de la sombra de una duda. (Excluidos claro está, el nórdico y el senegalés)
En cambio, la obstinada persistencia en la identificación y registro de todas las cosas del hombre post-moderno llevó a que hoy día nadie puede negar o endosar un hijo. El análisis de una secuencia de ADN arroja una exactitud de más del 99%, dependiendo del tipo de muestra lograda. Se han llegado a ganar demandas por herencias con comparaciones de ADN de personas fallecidas. Es decir, que ni muriendo una persona puede en la actualidad escapar a sus pecados de alcoba.
Es claro que este escenario tecnológico y cultural es pésimo, quizá el peor de los escenarios para la preservación de los secretos. Los medios técnicos que en los 60´, a lo largo de la Guerra Fría, fueron patrimonio casi exclusivo de los departamentos de inteligencia de las potencias para espiar, vigilar y llevar control de la vida de las personas, hoy día están al alcance casi de cualquiera. Uno mismo es un reguero de huellas permanentes, que un sabueso entrenado podría decodificar con facilidad, si quisiera. Se nos caen cabellos, pestañas, cejas, uñas, saliva, lágrimas, sangre, semen, sudor, orines, heces, fragmentos de piel todo el tiempo. El día en que alguien apunte con un aparatito a un cabello sobre una alfombra y en la pantalla del aparatito aparezca el nombre de la persona de la que calló ese cabello, merced al ADN, ese día el mundo y las relaciones sociales tendrán que rediseñarse forzosamente otra vez. Y ese día no debe estar muy lejano.
Es decir que la intimidad absoluta tiene sus días contados.
Igual los secretos.
Nada hace más vulnerable a una persona que guarda un delicado secreto, que la certeza de que podrá mantenerlo oculto para siempre. Cualquiera que tuviera un secreto, debería trabajar activamente proyectando estrategias por si el secreto saliera a la luz. Porque es como sucede con los biciclos. Tanto los de motor como los de pedal dan la sensación de desplazarse seguros y confiables. Los amantes del ciclismo y motociclismo sabrán de qué hablo. El viento acaricia el rostro y todo parece simplemente perfecto. Pero cuando un biciclo se detiene, el misterioso efecto giroscópico que los sostenía cesa y el biciclo se tambalea y cae.
Y es fácil vaticinar que todo motor tiende siempre a detenerse, y que toda pierna termina tarde o temprano por dejar de pedalear.

miércoles, agosto 12, 2009

El Futuro no es gran cosa


Ustedes saben, yo no me cocino en el primer hervor. Solo diré que soy de una generación posterior a la de los Beatles, pero no pronunciaré la cifra porque es un número que me sigue produciendo consternación.
Así y todo me siento afortunado por tener estos años, porque me han permitido ver cosas extrañas como la televisión en blanco y negro.
Recuerdo mejor que lo que hice ayer esa madrugada en la que me quedé hasta quién sabe qué horas para ver ("ver" es una forma de decir) la imagen borrosa, apenas definida en nuestro increíble televisor Dummont Shelvy, la torpe silueta de Niel Armstrong dando cómicos saltitos en esa roca helada y polvorienta que resultó ser la Luna. Yo tenía 5 años, y escuchaba también Rivadavia a la mañana, por influjo de mi abuelo Ramón.
A partir de allí he visto
Las repetidoras de TV. de Bahía Blanca (Dios nos libre y nos guarde. Una vez canté en Claromecó y me presentan a Eduardo Senzi, que era el locutor estrella de Canal 7 de Bahía en mi infancia. Yo lo miré como si viera a Robert De Niro, o a John Lennon. Era una celebridad para mí!)
El combinado stereofónico
La proyectora de Super 8
La TV en color
La calculadora cintífica ( tenía tantos botones que parécía el comando de un jumbo)
El radio-grabador a casete
Los relojes digitales
Las video-caseteras

El seca-ropas (si si, no es para la risa)
El Micro-ondas
El disco compacto
El teléfono celular
Las cámaras fotográficas digitales
Y finalmente...LA COMPUTADORA PERSONAL
Le mostré a mi hijo un disco de vinilo, para que supiera de dónde venimos. No entendió bien todo el proceso para reproducirlo en un plato de metal que giraba. En su cuarto, él tiene un TV color con 70 canales de cable, una computadora con conexión a Internet, un teclado Yamaha con 300 sonidos y ritmos, un micro-componente que es radio y reproduce CD´s y DVD en sonido cuadrafónico, y un teléfono celular con cámara de fotos, video, música comprimida en formato MP3 y mensajería instantánea.
Los niños de hoy son digitales. Yo sigo mirando el control remoto como si fuera una maravilla de la tecnología, que supera ampliamente la aguja de tejer que solíamos usar para subir y bajar el volumen.
Nosotros somos analógicos: nos sentimos más cómodos con las manecillas de los relojes, con el sobre que hay que rasgar para sacar la carta, más que con esta triquiñuela que llamamos con actuada soltura E-Mail
Me quedo con mi pasado. O, mejor aún, con el de nuestros padres y abuelos, que debieron ver la evolución de la radio y mil cosas más.
Lamento no poder publicar este texto como Dios manda: en papel.
No es increíble? Ésto es el futuro.
Al fin y al cabo...no es gran cosa.