LA BESTIA Andrés Mazzitelli
Campiña
francesa, 1907
-
Nunca tuve miedo de andar sola. Ni de día ni de noche.
-¿Nunca?-
preguntó Claudette -¿Ni siquiera temes a La Bestia?
Claudette pronunciaba la palabra bestia como si estuviera leyendo
un cuento para asustar niños, escudriñándome de reojo, a ver si el tono
afectado surtía efecto y yo salía corriendo de regreso al Internado.
-Ni siquiera a La Bestia - le respondí y apuré el paso por el
sendero, ayudada por el declive de la colina.
Claudette siempre estaba poniéndome a prueba con lo del miedo. Supongo
que me odiaba sólo por eso, a pesar de su belleza de princesa y su petulante
brillantez. Me odiaba porque yo nunca tenía miedo y todas en el Internado,
hasta la Madre Superiora, lo sabían en silencio. Claudette podía tratar como a cucarachas a
las demás, pero yo la perturbaba, porque tenía ese rasgo especial que ella
jamás igualaría, aunque lo intentara mil veces, impulsada por su vanidad. Pero
nunca se animó apagar los sirios de la capilla de noche, ni a recoger huevos
del gallinero, ni mucho menos ir a los tendederos a buscar algún uniforme
limpio si habías manchado el tuyo y ya había oscurecido. Yo iba al tendedero a
cualquier hora porque además, tenía mala suerte con las manchas. Esas evidentes
capitulaciones envenenaban la engreída sangre de Claudette y se le notaba hasta
en la mirada.
“Te
odio, Marie. Te odio porque eres inmune a mi belleza y mis calificaciones sobresalientes.
Te odio porque eres distinta”
Por eso cuando la Madre Superiora notó que el padre Bernard había
partido a Auvillar olvidando su portafolios con documentos, se ofreció a
acompañarme los 3 kilómetros que separaban el internado del pequeño pueblo.
Eran pasadas las 5 de la tarde y sabíamos que teníamos tiempo de sobra de
entregar el recado y volver antes del crepúsculo. Podíamos incluso correr, si a
Claudette la apretaba el pánico a la vuelta, que la iba a apretar, sin duda.
Era odiosa pero no idiota. Nadie se atrevía a caminar de noche por la campiña
de Auvillar después de los crímenes de La Bestia. Mucho menos dos
internadas de 15 años como éramos nosotras.
-Dicen que ya mató a 5...
Claudette
era incansable. Siguió parloteando, aunque yo sólo escuchaba el raro ulular del
viento por entre las ramas más altas de los árboles.
-El
Padre Bernard trajo un diario de París donde hablan de los crímenes - siguió
Claudette – Lo leí cuando la Hermana Sofie me premió con una merienda en el
comedor de Clausura. Nadie entra a Clausura, lo sabías Marie? Sólo las que
sacamos 10 en religión, que no somos muchas, en realidad, bueno...solo yo.
Estaba el diario sobre la mesa y lo miré de reojo. Decía “cuerpos mu-ti-la-dos con
algo muy fi-lo-so”. Si lo hubieras leído estarías aterrorizada...
La
miré y no dije nada, porque sentí que era gastar palabras inútilmente, palabras
que nunca me han sobrado.
El
resto del camino no hice más que preguntarme por qué nunca tuve miedo de La
Bestia. Sentía en el corazón que La Bestia no se cruzaría conmigo. Y
que si se cruzaba, de algún modo, no me haría daño.
Cuando asomamos de la arboleda se estaba formando como una bruma colina
abajo. Auvillar parecía un racimo
hirsuto de techos de tejas más pardos que rojizos. Estaba como pintado, inmóvil
y un viajero hubiera pensado incluso que se trataba de un pueblo muerto, salvo
por el humo tenue de las chimeneas.
Seguimos el Camino de la Salvación hasta la Rue Valence. Apenas si nos
hincamos y persignamos al pasar frente a la Capilla de Santa Catalina, que
tenía los pórticos cerrados con un
candado del tamaño de una Biblia.
Al entrar en la villa nos cruzamos con algún que otro aldeano, pero las
calles ya se veían vacías, aunque era temprano para la caída del sol. En la
esquina de la Rue Saint Jacques Claudette quedó previsiblemente hipnotizada por
el vestido rosa del escaparate de la única tienda de la villa. Yo seguí, crucé
la calle hacia la Iglesia de San Pedro, donde el Padre Bernard estaría con la
última misa del día y partiría de regreso a la Diócesis de Saint Étienne.
Estaba subiendo la escalinata de la iglesia cuando sonaron las campanas.
Salieron 7 u 8 viudas y un par de ancianos tan presurosos que tuve que hacerme
a un lado. La campana todavía tañía en el aire cuando ganaron la calle y se
perdieron en un santiamén. Para salir así, pensé para mis adentros, debieron
sentarse en los últimos bancos de la nave. Oyeron la misa desde el
fondo, con un cementerio de bancos vacíos entre ellos y el altar. Todo para
salir lo más rápido posible antes del crepúsculo. Algo muy extraño. Pero el
miedo provoca las reacciones más extrañas que se puedan imaginar...y algunas
inimaginables.
El padre Bernard me sonrió y se golpeó la cabeza con la palma cuando me
vio en la entrada, con su portafolios en las manos. Bajó del altar y caminó
alegremente por el pasillo central. Sus movimientos eran más joviales que lo
que podría esperarse para alguien de su aspecto. Es decir, que era más joven
por dentro que por fuera, como casi todos en el sur de Francia en esa época.
- ¡Qué cabeza la mía, olvidar mi portafolios! Sabía que vendrías tú,
Marie.
- ¿Si?- le pregunté incrédula.
- ¡Naturalmente!
¿Quién otra se atrevería?
Él también lo sabía. Me sentí más especial que nunca, aún cuando jamás
me habían premiado con una merienda en el comedor de Clausura.
- Pero, ¿cómo es que te han enviado solita?-me dijo, al tiempo que se
enfundaba en su abrigo.
- Bueno, sola no, Padre. Claudette insistió en acompañarme...
El Padre Bernard sacudió la cabeza y revoleó los ojos. Para ser que sólo
venía una vez por mes parecía estar absolutamente al tanto de todo lo que
sucedía en el Internado.
Todavía no habíamos bajado la escalinata de la iglesia, cuando
escuchamos gritos desde la esquina de la Rue Saint Jacques. El Padre Bernard
cruzó rápido la calle y yo lo seguí unos
pasos más atrás. Era la dueña de la tienda. Claudette había entrado a ver el
vestido rosa, a tocarlo con sus propios dedos quizá, a preguntar su valor, así,
por preguntar nomás, con sus mejores modos de princesa, y había escuchado sin
querer una conversación entre un vendedor y el cochero que llevaría al Padre
Bernard de regreso a Saint Étienne. La Bestia había atacado de nuevo:
había despanzurrado a un viejo vagabundo cerca del camino de Neuf. Eso estaba a
menos de 20 minutos a pie del Internado. Le había sacado los ojos a él y a su
perro, aunque el animal todavía vivía, al menos hasta que fuera sacrificado. Al
parecer, los dos hombres hablaban con gran detalle y lúgubre morbo acerca del
nuevo horroroso crimen. Hubiera sido mejor para ella ser sorda. Ahora Claudette
estaba en un rincón de la tienda. Temblaba de cuerpo entero y tenía algo
semejante a una nube oscura en la mirada. El Padre Bernard se le acercó e
intentó serenarla, pero ella no parecía escuchar nada. Asentía por momentos,
pero era clarísimo que lo que escuchaba venía a gritos desde el interior de su
propia mente. Era el alarido de su instinto de supervivencia.
En eso estábamos cuando el reloj de la tienda dio las 6 de la tarde con
un gong sombrío. Claudette dio un alarido y escapó a la calle. Salimos todos
detrás y alcanzamos a ver cómo se perdía corriendo, colina arriba hacia el
Internado, como si la persiguiera el Diablo en persona.
El Padre Bernard me tomó de los hombros.
- Está aterrada por escuchar lo que no debía. Tendrás que alcanzarla,
Marie. Mi transporte sale ya mismo y no puedo hacer más. Te quedan por lo menos
50 minutos de luz de día y el trayecto no debería llevarte más de media hora. ¿Puedes
hacerlo, Marie? ¿Confío en ti?
Asentí. Era la verdad. Por supuesto que podía. Miré a la vendedora de la
tienda. Sus manos también habían empezado a temblar. Hasta el cochero se veía
perturbado. Encendió con premura un puro y empezó a mirar con recelo por encima
de su hombro, como si quisiera largarse ya mismo de esa aldea maldita.
- ¿Marie? ¿Confío en ti, niña?- volvió a preguntarme el Padre. La mujer
se metió en la tienda, cerró con llave y bajó las cortinas.
Me acerqué al Padre, y tal vez por su extrema sensibilidad intuyó que
iba a decirle algo íntimo, algo confesional.
-Padre...-le murmuré apenas con mi aliento- ¿Padre Bernard...por qué
no le temo a La Bestia?
No sé qué esperaba que le dijera, pero definitivamente no era lo que
escuchó. Sonrió aliviado y me dio un beso en la frente. Un beso de genuino
cariño. Lluvia fresca en el desierto para una huérfana como era yo.
-
Dios te hizo así, Marie. Y sus designios son un maravilloso misterio...
Y
tenía razón, de muchas maneras sorprendentes.
Besé su mano, me dio la bendición y eché a correr tras los pasos de
Claudette, mientras chasqueaban los cerrojos de las puertas, y los postigos y
las celosías se iban cerrando a golpes a mis espaldas.
* * *
Cuando alcancé de vuelta la arboleda, la bruma había descendido más
espesa sobre la ladera. Era una nube baja, pesada y húmeda que hizo desaparecer
el cielo y volvió todo blanco grisáceo, como si el bosque mismo estuviera
flotando dentro de la nube.
¿Qué camino habría tomado yo, de estar en los zapatos de Claudette? El
Camino de la Salvación parecía el más indicado para alguien con miedo, porque
había 3 o 4 metros de terreno abierto desde el sendero hasta los pinos
silvestres y abetos. Cualquier ataque tendría que venir de los árboles y esa
distancia daría unos segundos de ventaja para escapar. Siempre y cuando La
Bestia fuera algo que pareciera amenazante. ¿Y si era invisible? ¿Y si no
se podía distinguir como una bestia asesina? Aún dentro de los zapatos de
Claudette sentí su corazón latiendo como a puñetazos y supe que habría dejado
el Camino de la Salvación justo aquí, para tomar el atajo a través de los
árboles, en línea recta hasta el Internado. El camino más corto...aunque más
peligroso. Ya no estaba pensando, sino que el miedo estaba pensando por ella.
Más
adelante tropecé con el rosario de Claudette. Estaba cortado. Seguro habría apretado
tanto la pequeña cruz en su puño que el mismo movimiento de la carrera habría
hecho que se cortara. Eso suponiendo lo mejor, claro.
Caminé una decena de metros más y me detuve. Las sombras ya se
descolgaban. Cerré los ojos y escuché el sonido del viento entre las ramas, el
crepitar de los troncos al mecerse. Extendí los brazos, como si acaso hubiera
forma de abrazar ese instante. Era hermoso.
De pronto, escuché el más leve de los sollozos. Abrí los ojos y avancé
un poco. El uniforme del internado era gris oscuro, así que no se distinguía
mucho del color que el bosque iba adquiriendo, pero igual pude distinguir a
Claudette: estaba subida a la horqueta gruesa de un abeto, a metro y medio de
suelo, apretando sus piernas con sus manos como si quisiera volver a ser un
feto, como si deseara ser pequeña, insignificante, invisible a todo. Seguía
temblando y no le quedaban lágrimas, así que lo suyo era un sollozo seco, los
dedos lastimados por la desesperación con que arañaron la corteza áspera
al trepar al árbol.
Era un pésimo escondite, claro. Si La Bestia hubiera sido un puma
ya estaría muerta. Yo me habría cubierto con hojas secas y cáscaras de corteza
en alguna depresión del terreno. Me hubiera quedado muy quieta y aun así
hubiera estado expuesta al olfato de La Bestia, si es que lo usaba. Eso
hubiera hecho, siempre y cuando hubiera sentido miedo.
Claudette me descubrió y su mirada
aterrada se transformó como si hubiera visto un ángel. Saltó del árbol repitiendo
mi nombre mil veces y se abrazó a mis piernas. Balbuceó que la perdonara por
odiarme, que ella sólo quería ser la mejor, que quería ser mi nueva mejor amiga
para siempre, pero que no la dejara allí sola, que por Dios y todos los Santos
del Cielo, no la fuera a abandonar allí.
-
No llores Claudette - le dije, o tal vez sólo lo pensé, y pasé mi mano por su
cabello de princesa. No tendrás miedo nunca más. Ahora lo veo claro. Ahora entiendo
porqué jamás temí a La Bestia,
y entiendo con cristalina clarividencia a Dios y sus misteriosos
designios. Ya volverá después a mi mente la piadosa niebla del olvido, como la
bruma de este bosque, y no sabré ni cómo mi ropa quedó manchada de rojo. (Siempre
tuve mala suerte con las manchas...) Pero habrá ropa limpia para mí. Nadie se
acerca a los tendederos después de caer el sol. Y otro uniforme se perderá sin
explicación mientras el sucio se pudre oculto, cubierto con hojas secas y
cáscaras de corteza.
Ahora entiendo bien por qué tengo las tijeras más afiladas del cuarto de
zurcidos en el bolsillo y mis dedos acariciándola desde que salimos del
Internado.
Ya
estás mejor, ¿verdad Claudette? Ya estás purificada más allá de todo miedo. Ya
puedes quedarte ahí y yo seguir mi camino. Mañana vendrán por ti. No saldrán a
buscarte hasta bien entrado el día, pues nadie se atreverá, ni siquiera los más
rudos hombres armados.
Todos
tendrán miedo, excepto yo. De nuevo sin saber por qué. Sin siquiera suponer, que
si una bestia anda suelta y tú vas por ahí sin sentir ningún miedo, ¡cuidado!
Puede que La Bestia seas tú...
Este relato obtuvo el 2º Premio del Certámen Literario La Voz del Pueblo 2015
Jurado del Certamen y Amanda Mazzitelli |