“El Poder del Silencio”
Andrés Mazzitelli
El que ahorra sus palabras tiene sabiduría;
De espíritu prudente es el hombre entendido.
Aun el necio, cuando calla, es contado por sabio;
El que cierra sus labios es entendido.
Proverbios 17: 27 y 28
Hardeep Mahan alcanzó de la nada la estatura de gurú y Maestro Superior Espiritual en una sola tarde.
Fue durante la conferencia anual del Iluminado Marish Shiamalan, en Bombay, el día anterior al solsticio de invierno, diciembre 21 de 1987. Hardeep formaba parte de la organización del evento. Su tarea había consistido en pegar afiches en los suburbios de la ciudad las semanas previas, sobre todo en las zonas rurales de la estepa de Maharashtra, tal como el Iluminado lo había solicitado, solo en postes de alumbrado o en cercas de madera. Jamás en paredes de viviendas o sobre otros carteles de anuncio. Los afiches luego, eran prolijamente removidos uno por uno después de la conferencia.
Hardeep era un joven delgado de rostro sensible y ojos inmensos. Se había acercado a la meditación más como una forma de establecer el círculo social del que su pavorosa timidez parecía haberlo privado todos estos años. Su hermana, Bindu Mahan, lo había introducido hacía dos años en los trabajos comunitarios de uno de las tantas agrupaciones juveniles que pululaban por toda Bombay. Inmediatamente fue aceptado y querido: era obediente, voluntarioso y hablaba poco y nada.
El día de la conferencia, en el gigantesco domo- templo Mumba Devi, estaba claro que los organizadores iban a verse desbordados por la multitudinaria asistencia. Era incluso notable la cantidad de turistas, sobre todo europeos, la mayoría neófitos, buscando con euforia el suceso exótico que cualquier viajero busca en la India. Otros, pálidos ingleses o lánguidos nórdicos, ya despojados de las relucientes cámaras y filmadoras, con expresión más austera, seguramente espiritualistas iniciados, en pos de experimentar con sus cinco sentidos lo que hasta ahora solo habían alcanzado a medias desde sus lugares de origen a través de los libros.
El Devi, como solían llamar al inmenso salón de conferencias, estaba colmado desde hacía dos horas y la gente seguía agolpándose en la entrada y en la angosta calle de acceso. Los organizadores sudaban a mares. El periplo del Iluminado lo traía desde Nueva Delhi hasta Bhopal, desde ahí a Madras, en la costa oriental, en el otro extremo del país, y luego sin escalas a Bombay, donde terminaba su gira.
El llamado fatal llegó a la oficina central del Domo exactamente 14 minutos antes de la hora anunciada para el inicio de la disertación: el Iluminado no llegaría a tiempo. La tormenta que se había abatido durante todo el fin de semana contra la costa oriental de la Bahía de Bengal había dejado inutilizado el aeropuerto. El avión del Iluminado había descendido en una pequeña pista y hasta la mañana siguiente no podría ponerse en vuelo para completar la travesía.
Los organizadores entraron en pánico. Todos corrían y los murmullos comenzaron a volverse discusiones y hasta gritos en los pasillos, frente a los colaboradores que se tomaban la cabeza consternados.
Era el fin. Y como si fuera poco, alguien tenía que decírselo a la multitud.
Hardeep Mahan estaba apoyado contra la pared del pasillo frente a la oficina principal, junto con una veintena de jóvenes voluntario, mientras la puerta se abría y cerraba y la cúpula de la organización deliberaba a voz en cuello. Alguien trajo un fax con un saludo de último momento del Iluminado, desde Madras. Explicaba los motivos de su lamentable ausencia y ensayaba una reflexión desde la distancia para los oyentes de la frustrada disertación. Era un pliego de ese resbaladizo papel de fax, de medio metro de largo. Discutieron acaloradamente acerca de quién se aventuraría al escenario a leer el mensaje y dar la mala nueva. No iba a ser tarea fácil. Había espectadores de zonas remotas que habían viajado expresamente para ese evento. La reacción de la audiencia sería impredecible.
Optaron por que alguien joven, claramente sin ninguna responsabilidad en el asunto, aceptara el pesado reto de enfrentar al auditorio colmado de casi 3500 almas que se abanicaban y ya mostraban señales de fastidio.
Uno de los organizadores salió al pasillo con el fax en la mano. En tono lúgubre explicó los acontecimientos a los jóvenes que esperaban afuera. Por último, casi como si se tratara de un sacrificio, solicitó un voluntario. El aire se inmovilizó un tiempo imposible de estimar. O al menos fue la sensación que tuvo Hardeep Mahan. Pensó que era muy extraño que sus compañeros no se ofrecieran de inmediato, siendo que eran tan desenvueltos y solidarios. Cómo podía ser que tanto tiempo transcurriera y nadie respondiera al pedido?
De pronto, Hardeep dio un paso al frente. Por in momento dio la sensación de que iba a decir algo, mientras algo dentro de su pecho parecía querer salir dando grandes saltos. El jefe lo miró y sonrió. Los labios del Jefe se movieron, “Buen muchacho” o algo así, pero Hardeep no pudo escucharlo. Estaba escuchando el murmullo acelerado de su aparato circulatorio, mezclado con su respiración, que sonaba como un viento suave e inmenso que se acercaba y se alejaba.
El jefe le estrechó la mano y lo condujo por el pasillo tomándolo fraternalmente por el hombro mientras parloteaba en su oído detalles del fax que llevaba en la mano. Nada de lo que le dijo pudo ser decodificado por Hardeep. Todos los movimientos se le antojaban realentados, como si la acción estuviera a un cuarto de velocidad o más.Doblaron a la derecha y a la izquierda. Subieron una veintena de peldaños hasta el tablado. Por un momento, al pasar por debajo de las lámparas, Hardeep tuvo la sensación de sentir la luz saliendo de ellas como en delgadas hebras.
La comitiva se detuvo entre bambalinas, amparados por los gruesos cortinados que flanqueaban la boca del escenario. El Jefe le señaló el pequeño estrado que se elevaba en medio del tablado. Un técnico le puso en la mano un micrófono inalámbrico. Ambos le hablaban, pero Hardeep solo escuchaba un extraño siseo entrecortado: a unos palmos de distancia, sobre un doblez del cortinado del escenario, una mosca se restregaba las alas. Hardeep sonrió. Sintió las palmadas en su espalda como si fueran impactos de placas tectónicas. Y ya estaba caminado hacia el centro de la escena, con el papel del fax en una mano y el micrófono en la otra. Un persistente “Click-clack” lo acompañaba. Se detuvo, giró entorno. Pero no pudo descubrir su origen. Levantó el micrófono y allí estaba la fuente el tañido: el micrófono tenía una pequeñísima luz roja en su base que destellaba en intervalos largos. Hardeep volvió a sonreír, mirando hacia uno de los laterales, como buscando un par de ojos cómplices para compartir el asombro del descubrimiento que estaba teniendo lugar en su íntima naturaleza. Pero sólo encontró los ojos del Jefe de los Organizadores, que le respondió con gestos crispados que mirara al público y pusiera el micrófono cerca de su boca.
Hardeep alcanzó el centro de la escena. Había un pequeño estrado, pero pasó por delante de él, observándolo con cierta extrañeza: la madera del estrado parecía palpitar muy lentamente, como si la placa respirara. Sintió de pronto en sus narices el inconfundible perfume de la madera verde, seguramente teca, la familiar tectona grandis, la Reina de las Maderas. Recordó que los austeros deseos del Iluminado habían motivado el precipitado cambio del estrado lujoso de acero y cristal a último momento por otro menos ostentoso. Este sencillo atril de madera había sido traído por el carpintero que lo había diseñado apenas unas horas antes. Seguramente fue confeccionado por la mañana, aserrando un tronco con poco tiempo de estacionado. Hardeep asintió, como comprendiendo, cuando volvió a percibir el latido en la tabla y el vástago principal del estrado: la madera todavía estaba viva.
Ahora, la totalidad de la concurrencia miraba una delgada figura de camisa clara y jeans de pié en el inmenso tablado. Hubo un amago de aplauso desparejo e irónico. La audiencia estaba presentando su sutil queja por la demora ya de 40 minutos.
Hardeep alzó el pliego del fax, que crepitó en su mano como todo un bosque de abetos ardiendo en pleno julio. En realidad, no prestó la menor atención a las pequeñísimas letras. Y fue mejor, porque la tinta se había corrido y removido en varios sectores, haciendo casi ilegible el texto. Hardeep se acercó el micrófono a la boca y posó sus ojos en el mensaje. La audiencia quedó expectante. Se escuchó su aliento por los pesados parlantes. De pronto, alejó el micrófono y lo observó con recelo. Acto seguido, giró sobre sus pasos y dejó micrófono y fax sobre el estrado. Inerme de todo, volvió a girar hacia la gente. En un principio pareció que efectivamente iba a decir algo, y el corazón se le aceleró más aún y hasta sintió dificultades para respirar. Pero después comenzó a mirar los rostros de la gente y a encontrar peculiaridades en todos y cada uno. Era increíble detenerse en los pequeños detalles de miles de caras. Los latidos decrecieron y la respiración poco a poco fue lenta y profunda.
Hardeep Mahan estuvo así casi 3 minutos, sin mover ni una pestaña, de pié en el centro de la escena del Domo colmado. Entonces se escucharon algunas voces desde el fondo. “Qué dice?”-dijo alguien. “No se escucha”- gritó una mujer desde el pullman, “No hay electricidad?”- preguntó una dama de aspecto americana o australiana. Hardeep les dedicó una mirada a cada uno, pero no dijo nada. Un anciano en el centro de la platea se puso de pie: “Qué pasa con el Iluminado? Hace 3 horas que esperamos!”- increpó, y los que estaban cerca lo secundaron con sonidos de aprobación. El anciano se sentó de vuelta victorioso. Hardeep lo miró y el viejo tuvo la sensación de que sonreía. “De qué ríes, muchacho? Si tuvieras mi edad sabrías lo que se sufre varias horas de pie con este calor!”, y algunos ensayaron el amago de otro aplauso sofocado. Transcurrieron 4 minutos más y Hardeep no emitía sonido alguno. Entre bastidores, los Organizadores se debatían. Unos por subir y retirar a Hardeep por la fuerza. Otros, por dar lectura al fax de una buena vez y que la gente se retirara. Mientras la polémica crecía en las sombras, algunas personas comenzaron a levantarse de sus asientos y a hacer gestos hacia el escenario. Era como un fastidio mezclado con extrañeza. Algo estaba sucediendo, evidentemente, pero nadie tenía la menor idea de qué era. Alguien silbó, lo que era francamente inaudito en este tipo de público. Algunos dogmáticos de mayor edad reprimieron con chistidos el silbido. Entonces otros chistaron a los dogmáticos por chistar. Las cosa comenzaba a salirse de sus cabales.
Ahora había gente de pie en el pasillo central del colosal recinto, atrás y en los laterales. El murmullo crecía. Algunas cámaras de turistas destellaron. Un servicio de noticias que estaba apoltronado a un costado de la platea esperando tomar imágenes del Iluminado, de pronto notó el clima creciente y encendió la cámara de video y las luces, enfocando directo al rostro de la gente que se mostraba más ofuscada.
- Esto es una vergüenza!- dijo directo a la cámara una mujer joven con un embarazo bastante avanzado – Hice casi 300 km para ver al Iluminado y seguimos esperando!
Uno de los responsables de la organización apretó los dientes y se lanzó al escenario con paso apresurado. Su sola presencia generó algunos abucheos. Era un hombre de cerca de 60 años, calvo y algo rollizo. La energía caldeada del recinto potenciada por los abucheos hizo que se congelara un instante. Titubeó, como si estuviera entre dos opciones. Evidentemente su primera intención era sacar a Hardeep del escenario, pero algo lo hizo cambiar de opinión. Alcanzó el estrado de teca, tomo el papel y el micrófono e intentó hablar, pero el ruido de desaprobación creció como si alguien le hubiera pisado la cola a un gigantesco león. Intentó de todos modos decir las primeras líneas del fax, pero no consiguió más que el tumulto se intensificara. Por fin, entró en pánico. Miró a los laterales como pidiendo misericordia, soltó el fax y el micrófono como si quemaran en sus manos y huyó por el foro. Allí, entró en pánico de nuevo: no encontró posible abertura en los cortinados de la cámara para salir, de modo que estuvo un buen rato tanteando crispado y haciendo ondular toda la estructura de pesadas telas colgantes. Por fin, perdió toda compostura , levantó el telón de fondo y se escabulló a gatas como una rata, valga la aparente contradicción.
Su aparición hizo que el camarógrafo del noticiero girara y registrara todo el bochorno. Cuando el infortunado organizador desapareció, la cámara encontró los grandes ojos de Hardeep y se quedó con ese plano. Los abucheos cesaron un poco. La gente que se había incorporado de su asiento comenzó a agolparse en los pasillos de la sala como buscando la salida. Los que estaban en el hall y que no habían conseguido ubicación, advirtieron que algo sucedía y pugnaban por entrar. El desconcierto era absoluto. Ahora Hardeep Mahan llevaba un cuarto de hora de pie bajo las abrasadoras luces del escenario del Domo Mumba Devi sin decir una sola palabra.
Alguien del equipo técnico del recinto atinó a apagar los poderosos reflectores, de modo que el escenario quedó en penumbras. De todos modos, la luz del exterior que se filtraba por los ventanales altísimos, permitía ver claramente el escenario. Hardeep sintió cuando apagaron las luces como si el aliento de un desierto hirviente de pronto cesara. El alivio de ya no soportar el calor de los spots lo hizo cerrar los ojos y adelantarse unos pasos más, hacia el proscenio, saliendo virtualmente del marco del escenario hasta el borde mismo con la platea.
La gente comenzó a concentrar su mirada en él de manera inesperada. Algunos, tocaban el hombro de los que se retiraban para que se dieran vuelta y contemplaran lo que sea que estuviera pasando. Por un instante, pareció que efectivamente Hardeep por fin iba a decir algo. Pero en vez de eso, volvió a quedar inmóvil y callado.
La multitud comenzó a aquietarse, así, como estaban, algunos de pié, otros en medio de gestos, otro aun sentados. Este extraño hechizo alcanzó incluso a los que estaban en los laterales, entre bambalinas, y a los numerosos que atisbaban por las puertas vaivén de entrada al recinto, desde el hall. El murmullo decreció más y más y más y más y más hasta que una inexplicable calma descendió desde las alturas como un prístino tul invisible. El inmenso salón de conferencias quedó como congelado en el tiempo, aunque el tiempo seguía transcurriendo, naturalmente. En el minuto 29 desde que Hardeep ingresara en la escena, el silencio fue tal que se podía escuchar el siseo del casete de VHS devanándose en el vientre de la cámara del Noticiero. Algunas voces intentaron alzarse, pero quedaron truncas de raíz al ser reprendidas masivamente.
Entonces sí, el Domo se hundió en el más extraño de los silencios.
Literalmente se empezó a oír la respiración de los seres cercanos y lejanos. Muchos comenzaron a escuchar sus corazones y algunos pocos alcanzaron a distinguir el rumor del sistema nervioso y la sangre fluyendo en sonoros pulsos como el tráfico de una urbe atestada. La marea de quietud alcanzó el hall, que fue aquietándose poco a poco, y luego llegó hasta las veredas, donde medio centenar de vendedores ofrecían mercaderías relacionadas con el Iluminado.
Entonces, los ruidos exteriores comenzaron a entrar por las claraboyas y los ventanales. El recinto estaba en una zona bastante alejada del febril centro de Bombay. Y a estas horas de atardecer, el tránsito ya comenzaba a menguar. Sin embargo, los sonidos de remotos motores y bocinas se hicieron tan nítidos que algunos giraron la cabeza, como si un vehículo hubiera entrado al lugar.
Cuando la quietud se hizo más prístina aún, se escuchó a lo lejos la sirena de un remolcador, seguramente arrastrando un crucero que partiría hacia las islas Lakshadweep. El crucero respondió con tres toques de sirena a su vez, más graves y tibios: se estaban desenganchando, el mar se sintió claro en el aire y hubo hasta quien pudo oler la sal y el musgo en las piedras de la rompiente.
Las personas que estaban de pié comenzaron a sentarse, no solo en los asientos que acababan de dejar, sino donde se encontraran. Muchos se sentaron en el mismo pasillo central, entre los dos cuerpos de butacas. Aunque lo hicieron con movimientos lentísimos, los sonidos de los asientos al sostener el peso de los cuerpos fue casi insoportablemente estridente. Sin embargo, nadie profirió ni la más mínima queja, porque una sola palabra en ese aire inmóvil iba a parecerse más al estallido de una bala de mortero. Trancurrieron así 50 minutos más donde todo era silencio y sin embargo todo se podía escuchar.
En el minuto 87 las mentes de todos los presentes dejaron de bombardear ideas abstractas. El ruido interno de cada una de las personas se fue acallando igual que el externo, lenta, muy lentamente. Entonces, desaparecieron todas las palabras y todos los idiomas y todas las intelectualizaciones. Todos podían sentir claramente que existían y que estaban allí, pero ninguna de las mentes registró esto con la visualización de las palabras “Yo soy”, “Yo estoy aquí ahora”. Por fin, la incansable voz interna de cada uno encontró sociego y cesó. Hubo en ese punto algunas manifestaciones externas, como temblores, estremecimientos en la espina y pacíficas sonrisas de la más extasiada paz.
Entonces, Hardeep levantó su rostro a las alturas, un poco a la derecha, sintiendo la elongación de los músculos de su cuello como si fueran tensores de goma. Arriba, alto muy alto, en uno de los ventiluces, la pequeñísima figura de un pájaro se veía con claridad contra el cielo ya añil del crepúsculo. Era una cochoa púrpura, más bien adulta, y se estaba aseando a la vista de todos. Cada uno pudo escuchar el crepitar suave del plumaje contra el pico del ave, que se sacudió a un lado y al otro, indiferente a la galaxia de miradas 25 metros más abajo de sus patas. La cochoa púrpura se aprestaba a partir, de regreso a su nido, justo antes del anochecer. El silbido brevísimo con que saludó en su despedida hizo que algunos dieran un respingo en sus lugares.Después, soltó sus huesudas pesuñas del borde del ventiluz y voló perdiéndose en un santiamén.
Hardeep Mahan sonrió otra vez, mansamente. Cerró los ojos e hizo una profunda, larguísima inspiración. Los presentes pudieron sentir el cambio de presión en las moléculas de la atmósfera del recinto cuando el aire se vió alterado. Lentamente, Hardeep soltó el aire y abrió los ojos. Hubo un largo instante de un silencio completamente diferente, como una tención, como la inminencia del rayo.
Después, el momento se quebró y tres mil personas rompieron en un aplauso atronador.
Hardeep abrió los ojos muy grandes e involuntariamente dió dos pasos hacia atrás. El estrépito de las palmas batientes semejaba una lluvia torrencial. La sala ovacionaba de pié. Los que estaban en las plateas más cercanas se acercaron al tablado y extendieron ambos brazos intentando hacerse tocar por Hardeep. Pero el jóven retrocedió más y por fin salió por uno de los laterales. Bajo del escenario y se apoyó en una de las paredes del pasillo contiguo. Un grupo numeroso de sus compañeros colaboradores lo alcanzó allí. Algunos llegaron corriendo a su lado, con el fervor de estrecharlo en un abrazo, pero al estar a dos palmos de distancia se detuvieron en seco y lo contemplaron como si jamás lo hubieran visto antes. Hardeep, exahusto, caminó por el corredor rumbo a los baños. Allí vomitó y después se mojó la cabeza para quedar sentado en un rincon, en el piso cerámico blanco por más de una hora, mientras los Organizadores intentaban detener a los periodistas en los pasillos del Mumba Devi.
Hardeep Mahan brindó más de medio millar de conferencias. Fue invitado en varias oportunidades a Inglaterra, Francia, España, Holanda, Bégica e incluso llevó su mensaje a las recónditas latitudes de Australia y Nueva Guinea. En quince años de viajes interminables jamás pronunció una sola palabra a sus audiencias. Se publicaron varios libros acerca de su figura y legado. Ninguno escrito por él mismo, es cierto, pero si por documentalistas que habían seguido de cerca su vida y su experiencia. Algunos de estos libros deslizan que durante sus conferencias se habían experimentado incluso sanaciones.
Después de un intento de atentado por parte de un grupo fundamentalista, que sostenía que el vacío silencioso en el que se hundía Hardeep y sus seguidores sería llenado por fuerzas malignas, se retiró definitivamente en 2002 y desapareció de la vida pública. Se sabe que vive en la actualidad en una aldea costera, cerca de Panaji.
Un equipo de noticias lo descubrió hace poco por hazar mientras hacían una cobertura acerca de los tsunamis. Por extraña coincidencia, el camarógrafo era el mismo que había estado presente aquel día en el Domo Mumba Devi.
Corrió hacia él con júbilo y le recordó como glorioso tesoro haber sido testigo de aquella tarde. Hardeep había cambiado poco, poquísimo. Apenas si peinaba algunas canas, pero su expresión seguía siendo austera y tímida. Un tanto avergonzado, accedió a firmar autógrafos a todos los del equipo. Entonces, el camarógrafo le pidió una entrevista. Hardeep dudó e intentó excusarce, pero el micrófono ya estaba frente a él y la grabadora corriendo.
- Sólo una pregunta! Por favor, sólo una!- insistió el periodista.
Hardeep dió un prologado suspiro y asintió con un resignado movimiento lento de cabeza.
El entrevistador se acomodó el cabello tanto como pudo y conciente de lo irrepetible del momento, disparó con tono afectado el más profundo de los interrogantes que acudió a su mente:
- Cuál es el significado del poder de su silencio?
Hardeep lo miró largamente.
Por un momento, hasta pareció que iba a decir algo.
Sopló una brisa y se escuchó el chapoteo de la mansa rompiente en la playa cercana.
Proverbios 17: 27 y 28
Hardeep Mahan alcanzó de la nada la estatura de gurú y Maestro Superior Espiritual en una sola tarde.
Fue durante la conferencia anual del Iluminado Marish Shiamalan, en Bombay, el día anterior al solsticio de invierno, diciembre 21 de 1987. Hardeep formaba parte de la organización del evento. Su tarea había consistido en pegar afiches en los suburbios de la ciudad las semanas previas, sobre todo en las zonas rurales de la estepa de Maharashtra, tal como el Iluminado lo había solicitado, solo en postes de alumbrado o en cercas de madera. Jamás en paredes de viviendas o sobre otros carteles de anuncio. Los afiches luego, eran prolijamente removidos uno por uno después de la conferencia.
Hardeep era un joven delgado de rostro sensible y ojos inmensos. Se había acercado a la meditación más como una forma de establecer el círculo social del que su pavorosa timidez parecía haberlo privado todos estos años. Su hermana, Bindu Mahan, lo había introducido hacía dos años en los trabajos comunitarios de uno de las tantas agrupaciones juveniles que pululaban por toda Bombay. Inmediatamente fue aceptado y querido: era obediente, voluntarioso y hablaba poco y nada.
El día de la conferencia, en el gigantesco domo- templo Mumba Devi, estaba claro que los organizadores iban a verse desbordados por la multitudinaria asistencia. Era incluso notable la cantidad de turistas, sobre todo europeos, la mayoría neófitos, buscando con euforia el suceso exótico que cualquier viajero busca en la India. Otros, pálidos ingleses o lánguidos nórdicos, ya despojados de las relucientes cámaras y filmadoras, con expresión más austera, seguramente espiritualistas iniciados, en pos de experimentar con sus cinco sentidos lo que hasta ahora solo habían alcanzado a medias desde sus lugares de origen a través de los libros.
El Devi, como solían llamar al inmenso salón de conferencias, estaba colmado desde hacía dos horas y la gente seguía agolpándose en la entrada y en la angosta calle de acceso. Los organizadores sudaban a mares. El periplo del Iluminado lo traía desde Nueva Delhi hasta Bhopal, desde ahí a Madras, en la costa oriental, en el otro extremo del país, y luego sin escalas a Bombay, donde terminaba su gira.
El llamado fatal llegó a la oficina central del Domo exactamente 14 minutos antes de la hora anunciada para el inicio de la disertación: el Iluminado no llegaría a tiempo. La tormenta que se había abatido durante todo el fin de semana contra la costa oriental de la Bahía de Bengal había dejado inutilizado el aeropuerto. El avión del Iluminado había descendido en una pequeña pista y hasta la mañana siguiente no podría ponerse en vuelo para completar la travesía.
Los organizadores entraron en pánico. Todos corrían y los murmullos comenzaron a volverse discusiones y hasta gritos en los pasillos, frente a los colaboradores que se tomaban la cabeza consternados.
Era el fin. Y como si fuera poco, alguien tenía que decírselo a la multitud.
Hardeep Mahan estaba apoyado contra la pared del pasillo frente a la oficina principal, junto con una veintena de jóvenes voluntario, mientras la puerta se abría y cerraba y la cúpula de la organización deliberaba a voz en cuello. Alguien trajo un fax con un saludo de último momento del Iluminado, desde Madras. Explicaba los motivos de su lamentable ausencia y ensayaba una reflexión desde la distancia para los oyentes de la frustrada disertación. Era un pliego de ese resbaladizo papel de fax, de medio metro de largo. Discutieron acaloradamente acerca de quién se aventuraría al escenario a leer el mensaje y dar la mala nueva. No iba a ser tarea fácil. Había espectadores de zonas remotas que habían viajado expresamente para ese evento. La reacción de la audiencia sería impredecible.
Optaron por que alguien joven, claramente sin ninguna responsabilidad en el asunto, aceptara el pesado reto de enfrentar al auditorio colmado de casi 3500 almas que se abanicaban y ya mostraban señales de fastidio.
Uno de los organizadores salió al pasillo con el fax en la mano. En tono lúgubre explicó los acontecimientos a los jóvenes que esperaban afuera. Por último, casi como si se tratara de un sacrificio, solicitó un voluntario. El aire se inmovilizó un tiempo imposible de estimar. O al menos fue la sensación que tuvo Hardeep Mahan. Pensó que era muy extraño que sus compañeros no se ofrecieran de inmediato, siendo que eran tan desenvueltos y solidarios. Cómo podía ser que tanto tiempo transcurriera y nadie respondiera al pedido?
De pronto, Hardeep dio un paso al frente. Por in momento dio la sensación de que iba a decir algo, mientras algo dentro de su pecho parecía querer salir dando grandes saltos. El jefe lo miró y sonrió. Los labios del Jefe se movieron, “Buen muchacho” o algo así, pero Hardeep no pudo escucharlo. Estaba escuchando el murmullo acelerado de su aparato circulatorio, mezclado con su respiración, que sonaba como un viento suave e inmenso que se acercaba y se alejaba.
El jefe le estrechó la mano y lo condujo por el pasillo tomándolo fraternalmente por el hombro mientras parloteaba en su oído detalles del fax que llevaba en la mano. Nada de lo que le dijo pudo ser decodificado por Hardeep. Todos los movimientos se le antojaban realentados, como si la acción estuviera a un cuarto de velocidad o más.Doblaron a la derecha y a la izquierda. Subieron una veintena de peldaños hasta el tablado. Por un momento, al pasar por debajo de las lámparas, Hardeep tuvo la sensación de sentir la luz saliendo de ellas como en delgadas hebras.
La comitiva se detuvo entre bambalinas, amparados por los gruesos cortinados que flanqueaban la boca del escenario. El Jefe le señaló el pequeño estrado que se elevaba en medio del tablado. Un técnico le puso en la mano un micrófono inalámbrico. Ambos le hablaban, pero Hardeep solo escuchaba un extraño siseo entrecortado: a unos palmos de distancia, sobre un doblez del cortinado del escenario, una mosca se restregaba las alas. Hardeep sonrió. Sintió las palmadas en su espalda como si fueran impactos de placas tectónicas. Y ya estaba caminado hacia el centro de la escena, con el papel del fax en una mano y el micrófono en la otra. Un persistente “Click-clack” lo acompañaba. Se detuvo, giró entorno. Pero no pudo descubrir su origen. Levantó el micrófono y allí estaba la fuente el tañido: el micrófono tenía una pequeñísima luz roja en su base que destellaba en intervalos largos. Hardeep volvió a sonreír, mirando hacia uno de los laterales, como buscando un par de ojos cómplices para compartir el asombro del descubrimiento que estaba teniendo lugar en su íntima naturaleza. Pero sólo encontró los ojos del Jefe de los Organizadores, que le respondió con gestos crispados que mirara al público y pusiera el micrófono cerca de su boca.
Hardeep alcanzó el centro de la escena. Había un pequeño estrado, pero pasó por delante de él, observándolo con cierta extrañeza: la madera del estrado parecía palpitar muy lentamente, como si la placa respirara. Sintió de pronto en sus narices el inconfundible perfume de la madera verde, seguramente teca, la familiar tectona grandis, la Reina de las Maderas. Recordó que los austeros deseos del Iluminado habían motivado el precipitado cambio del estrado lujoso de acero y cristal a último momento por otro menos ostentoso. Este sencillo atril de madera había sido traído por el carpintero que lo había diseñado apenas unas horas antes. Seguramente fue confeccionado por la mañana, aserrando un tronco con poco tiempo de estacionado. Hardeep asintió, como comprendiendo, cuando volvió a percibir el latido en la tabla y el vástago principal del estrado: la madera todavía estaba viva.
Ahora, la totalidad de la concurrencia miraba una delgada figura de camisa clara y jeans de pié en el inmenso tablado. Hubo un amago de aplauso desparejo e irónico. La audiencia estaba presentando su sutil queja por la demora ya de 40 minutos.
Hardeep alzó el pliego del fax, que crepitó en su mano como todo un bosque de abetos ardiendo en pleno julio. En realidad, no prestó la menor atención a las pequeñísimas letras. Y fue mejor, porque la tinta se había corrido y removido en varios sectores, haciendo casi ilegible el texto. Hardeep se acercó el micrófono a la boca y posó sus ojos en el mensaje. La audiencia quedó expectante. Se escuchó su aliento por los pesados parlantes. De pronto, alejó el micrófono y lo observó con recelo. Acto seguido, giró sobre sus pasos y dejó micrófono y fax sobre el estrado. Inerme de todo, volvió a girar hacia la gente. En un principio pareció que efectivamente iba a decir algo, y el corazón se le aceleró más aún y hasta sintió dificultades para respirar. Pero después comenzó a mirar los rostros de la gente y a encontrar peculiaridades en todos y cada uno. Era increíble detenerse en los pequeños detalles de miles de caras. Los latidos decrecieron y la respiración poco a poco fue lenta y profunda.
Hardeep Mahan estuvo así casi 3 minutos, sin mover ni una pestaña, de pié en el centro de la escena del Domo colmado. Entonces se escucharon algunas voces desde el fondo. “Qué dice?”-dijo alguien. “No se escucha”- gritó una mujer desde el pullman, “No hay electricidad?”- preguntó una dama de aspecto americana o australiana. Hardeep les dedicó una mirada a cada uno, pero no dijo nada. Un anciano en el centro de la platea se puso de pie: “Qué pasa con el Iluminado? Hace 3 horas que esperamos!”- increpó, y los que estaban cerca lo secundaron con sonidos de aprobación. El anciano se sentó de vuelta victorioso. Hardeep lo miró y el viejo tuvo la sensación de que sonreía. “De qué ríes, muchacho? Si tuvieras mi edad sabrías lo que se sufre varias horas de pie con este calor!”, y algunos ensayaron el amago de otro aplauso sofocado. Transcurrieron 4 minutos más y Hardeep no emitía sonido alguno. Entre bastidores, los Organizadores se debatían. Unos por subir y retirar a Hardeep por la fuerza. Otros, por dar lectura al fax de una buena vez y que la gente se retirara. Mientras la polémica crecía en las sombras, algunas personas comenzaron a levantarse de sus asientos y a hacer gestos hacia el escenario. Era como un fastidio mezclado con extrañeza. Algo estaba sucediendo, evidentemente, pero nadie tenía la menor idea de qué era. Alguien silbó, lo que era francamente inaudito en este tipo de público. Algunos dogmáticos de mayor edad reprimieron con chistidos el silbido. Entonces otros chistaron a los dogmáticos por chistar. Las cosa comenzaba a salirse de sus cabales.
Ahora había gente de pie en el pasillo central del colosal recinto, atrás y en los laterales. El murmullo crecía. Algunas cámaras de turistas destellaron. Un servicio de noticias que estaba apoltronado a un costado de la platea esperando tomar imágenes del Iluminado, de pronto notó el clima creciente y encendió la cámara de video y las luces, enfocando directo al rostro de la gente que se mostraba más ofuscada.
- Esto es una vergüenza!- dijo directo a la cámara una mujer joven con un embarazo bastante avanzado – Hice casi 300 km para ver al Iluminado y seguimos esperando!
Uno de los responsables de la organización apretó los dientes y se lanzó al escenario con paso apresurado. Su sola presencia generó algunos abucheos. Era un hombre de cerca de 60 años, calvo y algo rollizo. La energía caldeada del recinto potenciada por los abucheos hizo que se congelara un instante. Titubeó, como si estuviera entre dos opciones. Evidentemente su primera intención era sacar a Hardeep del escenario, pero algo lo hizo cambiar de opinión. Alcanzó el estrado de teca, tomo el papel y el micrófono e intentó hablar, pero el ruido de desaprobación creció como si alguien le hubiera pisado la cola a un gigantesco león. Intentó de todos modos decir las primeras líneas del fax, pero no consiguió más que el tumulto se intensificara. Por fin, entró en pánico. Miró a los laterales como pidiendo misericordia, soltó el fax y el micrófono como si quemaran en sus manos y huyó por el foro. Allí, entró en pánico de nuevo: no encontró posible abertura en los cortinados de la cámara para salir, de modo que estuvo un buen rato tanteando crispado y haciendo ondular toda la estructura de pesadas telas colgantes. Por fin, perdió toda compostura , levantó el telón de fondo y se escabulló a gatas como una rata, valga la aparente contradicción.
Su aparición hizo que el camarógrafo del noticiero girara y registrara todo el bochorno. Cuando el infortunado organizador desapareció, la cámara encontró los grandes ojos de Hardeep y se quedó con ese plano. Los abucheos cesaron un poco. La gente que se había incorporado de su asiento comenzó a agolparse en los pasillos de la sala como buscando la salida. Los que estaban en el hall y que no habían conseguido ubicación, advirtieron que algo sucedía y pugnaban por entrar. El desconcierto era absoluto. Ahora Hardeep Mahan llevaba un cuarto de hora de pie bajo las abrasadoras luces del escenario del Domo Mumba Devi sin decir una sola palabra.
Alguien del equipo técnico del recinto atinó a apagar los poderosos reflectores, de modo que el escenario quedó en penumbras. De todos modos, la luz del exterior que se filtraba por los ventanales altísimos, permitía ver claramente el escenario. Hardeep sintió cuando apagaron las luces como si el aliento de un desierto hirviente de pronto cesara. El alivio de ya no soportar el calor de los spots lo hizo cerrar los ojos y adelantarse unos pasos más, hacia el proscenio, saliendo virtualmente del marco del escenario hasta el borde mismo con la platea.
La gente comenzó a concentrar su mirada en él de manera inesperada. Algunos, tocaban el hombro de los que se retiraban para que se dieran vuelta y contemplaran lo que sea que estuviera pasando. Por un instante, pareció que efectivamente Hardeep por fin iba a decir algo. Pero en vez de eso, volvió a quedar inmóvil y callado.
La multitud comenzó a aquietarse, así, como estaban, algunos de pié, otros en medio de gestos, otro aun sentados. Este extraño hechizo alcanzó incluso a los que estaban en los laterales, entre bambalinas, y a los numerosos que atisbaban por las puertas vaivén de entrada al recinto, desde el hall. El murmullo decreció más y más y más y más y más hasta que una inexplicable calma descendió desde las alturas como un prístino tul invisible. El inmenso salón de conferencias quedó como congelado en el tiempo, aunque el tiempo seguía transcurriendo, naturalmente. En el minuto 29 desde que Hardeep ingresara en la escena, el silencio fue tal que se podía escuchar el siseo del casete de VHS devanándose en el vientre de la cámara del Noticiero. Algunas voces intentaron alzarse, pero quedaron truncas de raíz al ser reprendidas masivamente.
Entonces sí, el Domo se hundió en el más extraño de los silencios.
Literalmente se empezó a oír la respiración de los seres cercanos y lejanos. Muchos comenzaron a escuchar sus corazones y algunos pocos alcanzaron a distinguir el rumor del sistema nervioso y la sangre fluyendo en sonoros pulsos como el tráfico de una urbe atestada. La marea de quietud alcanzó el hall, que fue aquietándose poco a poco, y luego llegó hasta las veredas, donde medio centenar de vendedores ofrecían mercaderías relacionadas con el Iluminado.
Entonces, los ruidos exteriores comenzaron a entrar por las claraboyas y los ventanales. El recinto estaba en una zona bastante alejada del febril centro de Bombay. Y a estas horas de atardecer, el tránsito ya comenzaba a menguar. Sin embargo, los sonidos de remotos motores y bocinas se hicieron tan nítidos que algunos giraron la cabeza, como si un vehículo hubiera entrado al lugar.
Cuando la quietud se hizo más prístina aún, se escuchó a lo lejos la sirena de un remolcador, seguramente arrastrando un crucero que partiría hacia las islas Lakshadweep. El crucero respondió con tres toques de sirena a su vez, más graves y tibios: se estaban desenganchando, el mar se sintió claro en el aire y hubo hasta quien pudo oler la sal y el musgo en las piedras de la rompiente.
Las personas que estaban de pié comenzaron a sentarse, no solo en los asientos que acababan de dejar, sino donde se encontraran. Muchos se sentaron en el mismo pasillo central, entre los dos cuerpos de butacas. Aunque lo hicieron con movimientos lentísimos, los sonidos de los asientos al sostener el peso de los cuerpos fue casi insoportablemente estridente. Sin embargo, nadie profirió ni la más mínima queja, porque una sola palabra en ese aire inmóvil iba a parecerse más al estallido de una bala de mortero. Trancurrieron así 50 minutos más donde todo era silencio y sin embargo todo se podía escuchar.
En el minuto 87 las mentes de todos los presentes dejaron de bombardear ideas abstractas. El ruido interno de cada una de las personas se fue acallando igual que el externo, lenta, muy lentamente. Entonces, desaparecieron todas las palabras y todos los idiomas y todas las intelectualizaciones. Todos podían sentir claramente que existían y que estaban allí, pero ninguna de las mentes registró esto con la visualización de las palabras “Yo soy”, “Yo estoy aquí ahora”. Por fin, la incansable voz interna de cada uno encontró sociego y cesó. Hubo en ese punto algunas manifestaciones externas, como temblores, estremecimientos en la espina y pacíficas sonrisas de la más extasiada paz.
Entonces, Hardeep levantó su rostro a las alturas, un poco a la derecha, sintiendo la elongación de los músculos de su cuello como si fueran tensores de goma. Arriba, alto muy alto, en uno de los ventiluces, la pequeñísima figura de un pájaro se veía con claridad contra el cielo ya añil del crepúsculo. Era una cochoa púrpura, más bien adulta, y se estaba aseando a la vista de todos. Cada uno pudo escuchar el crepitar suave del plumaje contra el pico del ave, que se sacudió a un lado y al otro, indiferente a la galaxia de miradas 25 metros más abajo de sus patas. La cochoa púrpura se aprestaba a partir, de regreso a su nido, justo antes del anochecer. El silbido brevísimo con que saludó en su despedida hizo que algunos dieran un respingo en sus lugares.Después, soltó sus huesudas pesuñas del borde del ventiluz y voló perdiéndose en un santiamén.
Hardeep Mahan sonrió otra vez, mansamente. Cerró los ojos e hizo una profunda, larguísima inspiración. Los presentes pudieron sentir el cambio de presión en las moléculas de la atmósfera del recinto cuando el aire se vió alterado. Lentamente, Hardeep soltó el aire y abrió los ojos. Hubo un largo instante de un silencio completamente diferente, como una tención, como la inminencia del rayo.
Después, el momento se quebró y tres mil personas rompieron en un aplauso atronador.
Hardeep abrió los ojos muy grandes e involuntariamente dió dos pasos hacia atrás. El estrépito de las palmas batientes semejaba una lluvia torrencial. La sala ovacionaba de pié. Los que estaban en las plateas más cercanas se acercaron al tablado y extendieron ambos brazos intentando hacerse tocar por Hardeep. Pero el jóven retrocedió más y por fin salió por uno de los laterales. Bajo del escenario y se apoyó en una de las paredes del pasillo contiguo. Un grupo numeroso de sus compañeros colaboradores lo alcanzó allí. Algunos llegaron corriendo a su lado, con el fervor de estrecharlo en un abrazo, pero al estar a dos palmos de distancia se detuvieron en seco y lo contemplaron como si jamás lo hubieran visto antes. Hardeep, exahusto, caminó por el corredor rumbo a los baños. Allí vomitó y después se mojó la cabeza para quedar sentado en un rincon, en el piso cerámico blanco por más de una hora, mientras los Organizadores intentaban detener a los periodistas en los pasillos del Mumba Devi.
Hardeep Mahan brindó más de medio millar de conferencias. Fue invitado en varias oportunidades a Inglaterra, Francia, España, Holanda, Bégica e incluso llevó su mensaje a las recónditas latitudes de Australia y Nueva Guinea. En quince años de viajes interminables jamás pronunció una sola palabra a sus audiencias. Se publicaron varios libros acerca de su figura y legado. Ninguno escrito por él mismo, es cierto, pero si por documentalistas que habían seguido de cerca su vida y su experiencia. Algunos de estos libros deslizan que durante sus conferencias se habían experimentado incluso sanaciones.
Después de un intento de atentado por parte de un grupo fundamentalista, que sostenía que el vacío silencioso en el que se hundía Hardeep y sus seguidores sería llenado por fuerzas malignas, se retiró definitivamente en 2002 y desapareció de la vida pública. Se sabe que vive en la actualidad en una aldea costera, cerca de Panaji.
Un equipo de noticias lo descubrió hace poco por hazar mientras hacían una cobertura acerca de los tsunamis. Por extraña coincidencia, el camarógrafo era el mismo que había estado presente aquel día en el Domo Mumba Devi.
Corrió hacia él con júbilo y le recordó como glorioso tesoro haber sido testigo de aquella tarde. Hardeep había cambiado poco, poquísimo. Apenas si peinaba algunas canas, pero su expresión seguía siendo austera y tímida. Un tanto avergonzado, accedió a firmar autógrafos a todos los del equipo. Entonces, el camarógrafo le pidió una entrevista. Hardeep dudó e intentó excusarce, pero el micrófono ya estaba frente a él y la grabadora corriendo.
- Sólo una pregunta! Por favor, sólo una!- insistió el periodista.
Hardeep dió un prologado suspiro y asintió con un resignado movimiento lento de cabeza.
El entrevistador se acomodó el cabello tanto como pudo y conciente de lo irrepetible del momento, disparó con tono afectado el más profundo de los interrogantes que acudió a su mente:
- Cuál es el significado del poder de su silencio?
Hardeep lo miró largamente.
Por un momento, hasta pareció que iba a decir algo.
Sopló una brisa y se escuchó el chapoteo de la mansa rompiente en la playa cercana.
Andrés Mazzitelli, Noviembre de 2008
Tres Arroyos-Argentina
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