miércoles, marzo 08, 2006

El Dinero (Esa quimera de papel)Andrés Mazzitelli -Relato-



Cuentan que en una localidad balnearia, en pleno invierno, cuando los recursos económicos de diluyen casi hasta agotarse, llegó de pronto un flamante automóvil que, cruzando la única avenida polvorienta, se detuvo para sorpresa de los pocos lugareños frente al Hotel. Descendió del vehículo una elegante dama envuelta en pieles, y con un dejo de mundana soberbia, solicitó al sorprendido conserje el mejor de los cuartos para alojarse los 15 días que duraría el receso invernal, declamando que abonaría en efectivo y por adelantado.
Y así lo hizo. Cuando subió a ocupar la habitación, seguida por el ruido de sus afilados tacos, el conserje alborozado llamó a su esposa.
-Elvira!-le dijo- No tienes idea de lo afortunados que somos! Acaban de abonarnos la suma exacta de lo que debemos al Almacén desde hace 4 meses! Voy ya mismo a cancelar la deuda...
Enfundado en su viejo gabán, El Conserje salió de inmediato en medio de la helada ventisca rumbo al Almacén.
Don Abelardo, el almacenero, no salía de su asombro ante el dinero contante y sonante que ahora tenía sobre el mostrador. Tan dichoso estaba, que insistió en convidar al Conserje con una copita de anís, no sin antes ir a la trastienda y pedirle a Juanita, su esposa, que sin perder un minuto fuera a casa del albañil Domínguez y abonara por fin la mano de obra de cuando hubo que cambiar prácticamente todo el techo del Almacén, después de un temporal.
Domínguez, que era una suerte de plomero-constructor-gasista-electricista-yesero y carpintero, tuvo al poco rato el dinero en sus manos, sintiendo casi como si hubiera cobrado una herencia. Por sus ojos destellaron de pronto luminosas ideas, como siempre sucede cuando alguien se recibe dinero inesperado.
-Ni lo sueñes!-rugió Genoveva, su mujer, con providencial y femenina clarividencia- Ese dinero es justamente lo que le debemos al Conserje del Hotel por el alojamiento de Mamá, cuando vino a visitarnos en el verano!
Amargamente, Domínguez fue despojado de la suma y de sus luminosas ideas, y Genoveva corrió al Hotel apretando los billetes en sus manos
Fue atendida por Elvira, la esposa del conserje, porque éste aún no regresaba, anís mediante, del Almacén.
Hablaron una media hora las dos mujeres, repentinamente alegres y charlatanas, en medio del tedio de la tarde gris, con esa paz que siempre sucede al cumplimiento de un compromiso contraído.
Cuando El Conserje regresó, un tanto aturdido por la imprevista dosis de alcohol, Elvira lo cubrió de besos y le habló de Dios y de Todos los Santos, y de lo bien que habían hecho en pagar su deuda con el Almacenero. Ahora, como un mágico premio quizá de La Virgen, habían cobrado imprevistamente una antigua cuenta y podían respirar tranquilos.
Pero no duró mucho la alegría. El ruido de los tacos, a eso de las 9 de la noche, les anunció que gran dama regresaba escaleras abajo, forcejeando con el equipaje y... furiosa.
Dijo haber visto una alimaña en la bañera. Despotricó, agitó un dedo huesudo, tieso de gruesos anillos, en la propia nariz del Conserje y, por supuesto, exigió so pena de demandar al Hotel y a toda la Población, que le reembolsaran la suma abonada, que no se quedaría ni un minuto más en semejante pocilga.
Guardó los flamantes billetes en una portentosa billetera y sin decir ni hasta nunca subió a su coche y se alejó en medio de una nube de polvo, tan intempestiva como había llegado, para no regresar jamás.
Una silenciosa tristeza se descolgó sobre El Conserje y su mujer, Elvira, consternados aún por los improperios de la distinguida señora. Y aunque no pudieron dar con la alimaña que desbarató su renta, se sintieron al menos serenos de haber cancelado la onerosa deuda.
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Varios kilómetros tierra adentro, a la vera del camino, el elegante coche estaba oculto tras unos eucaliptos, mientras la noche se devoraba el horizonte y la llovizna castigaba los cristales de las ventanillas. La Dama en cuestión, linterna en mano, examinaba los billetes, con manos temblorosas, aún aterrada. El dinero era falso. Había decidido timar a estos ilusos parroquianos, pero sus destrozados nervios de delincuente no habían resistido el escuchar el ruido de las puertas y el ver desde la ventana de su cuarto al Conserje saliendo presuroso calle abajo. Dio por seguro que la habían reconocido, que estarían chequeando la autenticidad de los billetes o algo peor aún, llamando a la Policía de La Ciudad.
Entre sus suntuosas pieles, tan falsas como su dinero, la engañosa dama pasaría una noche no muy buena reclinada en su asiento, esperando que llegara el día para elegir nuevas y menos espabiladas víctimas.
Mientras, en el pequeño pueblo, de un modo extraño, todas las deudas quedaron canceladas con un dinero circulante que ni siquiera tenía el menor valor...
Andrés Mazzitelli
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