miércoles, diciembre 02, 2015

La Bestia (2º Premio Literario Certamen La Voz Del Pueblo 2015)

     LA BESTIA                                             Andrés Mazzitelli   
                                                                            Campiña francesa, 1907
 - Nunca tuve miedo de andar sola. Ni de día ni de noche.   
 -¿Nunca?- preguntó Claudette -¿Ni siquiera temes a La Bestia?
Claudette pronunciaba la palabra bestia como si estuviera leyendo un cuento para asustar niños, escudriñándome de reojo, a ver si el tono afectado surtía efecto y yo salía corriendo de regreso al Internado.
              -Ni siquiera a La Bestia - le respondí y apuré el paso por el sendero, ayudada por el declive de la colina.
               Claudette siempre estaba poniéndome a prueba con lo del miedo. Supongo que me odiaba sólo por eso, a pesar de su belleza de princesa y su petulante brillantez. Me odiaba porque yo nunca tenía miedo y todas en el Internado, hasta la Madre Superiora, lo sabían en silencio.  Claudette podía tratar como a cucarachas a las demás, pero yo la perturbaba, porque tenía ese rasgo especial que ella jamás igualaría, aunque lo intentara mil veces, impulsada por su vanidad. Pero nunca se animó apagar los sirios de la capilla de noche, ni a recoger huevos del gallinero, ni mucho menos ir a los tendederos a buscar algún uniforme limpio si habías manchado el tuyo y ya había oscurecido. Yo iba al tendedero a cualquier hora porque además, tenía mala suerte con las manchas. Esas evidentes capitulaciones envenenaban la engreída sangre de Claudette y se le notaba hasta en la mirada.
             “Te odio, Marie. Te odio porque eres inmune a mi belleza y mis calificaciones sobresalientes. Te odio porque eres distinta”
              Por eso cuando la Madre Superiora notó que el padre Bernard había partido a Auvillar olvidando su portafolios con documentos, se ofreció a acompañarme los 3 kilómetros que separaban el internado del pequeño pueblo. Eran pasadas las 5 de la tarde y sabíamos que teníamos tiempo de sobra de entregar el recado y volver antes del crepúsculo. Podíamos incluso correr, si a Claudette la apretaba el pánico a la vuelta, que la iba a apretar, sin duda. Era odiosa pero no idiota. Nadie se atrevía a caminar de noche por la campiña de Auvillar después de los crímenes de La Bestia. Mucho menos dos internadas de 15 años como éramos nosotras.
             -Dicen que ya mató a 5...
             Claudette era incansable. Siguió parloteando, aunque yo sólo escuchaba el raro ulular del viento por entre las ramas más altas de los árboles.
             -El Padre Bernard trajo un diario de París donde hablan de los crímenes - siguió Claudette – Lo leí cuando la Hermana Sofie me premió con una merienda en el comedor de Clausura. Nadie entra a Clausura, lo sabías Marie? Sólo las que sacamos 10 en religión, que no somos muchas, en realidad, bueno...solo yo. Estaba el diario sobre la mesa y lo miré de reojo. Decía “cuerpos mu-ti-la-dos con algo muy fi-lo-so”. Si lo hubieras leído estarías aterrorizada...
              La miré y no dije nada, porque sentí que era gastar palabras inútilmente, palabras que nunca me han sobrado.
              El resto del camino no hice más que preguntarme por qué nunca tuve miedo de La Bestia. Sentía en el corazón que La Bestia no se cruzaría conmigo. Y que si se cruzaba, de algún modo, no me haría daño.
              Cuando asomamos de la arboleda se estaba formando como una bruma colina abajo. Auvillar  parecía un racimo hirsuto de techos de tejas más pardos que rojizos. Estaba como pintado, inmóvil y un viajero hubiera pensado incluso que se trataba de un pueblo muerto, salvo por el humo tenue de las chimeneas.  Seguimos el Camino de la Salvación hasta la Rue Valence. Apenas si nos hincamos y persignamos al pasar frente a la Capilla de Santa Catalina, que tenía los  pórticos cerrados con un candado del tamaño de una Biblia.
               Al entrar en la villa nos cruzamos con algún que otro aldeano, pero las calles ya se veían vacías, aunque era temprano para la caída del sol. En la esquina de la Rue Saint Jacques Claudette quedó previsiblemente hipnotizada por el vestido rosa del escaparate de la única tienda de la villa. Yo seguí, crucé la calle hacia la Iglesia de San Pedro, donde el Padre Bernard estaría con la última misa del día y partiría de regreso a la Diócesis de Saint Étienne.
                Estaba subiendo la escalinata de la iglesia cuando sonaron las campanas. Salieron 7 u 8 viudas y un par de ancianos tan presurosos que tuve que hacerme a un lado. La campana todavía tañía en el aire cuando ganaron la calle y se perdieron en un santiamén. Para salir así, pensé para mis adentros, debieron sentarse en los últimos bancos de la nave. Oyeron la misa desde el fondo, con un cementerio de bancos vacíos entre ellos y el altar. Todo para salir lo más rápido posible antes del crepúsculo. Algo muy extraño. Pero el miedo provoca las reacciones más extrañas que se puedan imaginar...y algunas inimaginables.
                El padre Bernard me sonrió y se golpeó la cabeza con la palma cuando me vio en la entrada, con su portafolios en las manos. Bajó del altar y caminó alegremente por el pasillo central. Sus movimientos eran más joviales que lo que podría esperarse para alguien de su aspecto. Es decir, que era más joven por dentro que por fuera, como casi todos en el sur de Francia en esa época.
                - ¡Qué cabeza la mía, olvidar mi portafolios! Sabía que vendrías tú, Marie.
                - ¿Si?- le pregunté incrédula.
- ¡Naturalmente! ¿Quién otra se atrevería?
                Él también lo sabía. Me sentí más especial que nunca, aún cuando jamás me habían premiado con una merienda en el comedor de Clausura.
                - Pero, ¿cómo es que te han enviado solita?-me dijo, al tiempo que se enfundaba en su abrigo.
                - Bueno, sola no, Padre. Claudette insistió en acompañarme...
                El Padre Bernard sacudió la cabeza y revoleó los ojos. Para ser que sólo venía una vez por mes parecía estar absolutamente al tanto de todo lo que sucedía en el Internado.
                Todavía no habíamos bajado la escalinata de la iglesia, cuando escuchamos gritos desde la esquina de la Rue Saint Jacques. El Padre Bernard cruzó rápido la calle y yo lo seguí  unos pasos más atrás. Era la dueña de la tienda. Claudette había entrado a ver el vestido rosa, a tocarlo con sus propios dedos quizá, a preguntar su valor, así, por preguntar nomás, con sus mejores modos de princesa, y había escuchado sin querer una conversación entre un vendedor y el cochero que llevaría al Padre Bernard de regreso a Saint Étienne. La Bestia había atacado de nuevo: había despanzurrado a un viejo vagabundo cerca del camino de Neuf. Eso estaba a menos de 20 minutos a pie del Internado. Le había sacado los ojos a él y a su perro, aunque el animal todavía vivía, al menos hasta que fuera sacrificado. Al parecer, los dos hombres hablaban con gran detalle y lúgubre morbo acerca del nuevo horroroso crimen. Hubiera sido mejor para ella ser sorda. Ahora Claudette estaba en un rincón de la tienda. Temblaba de cuerpo entero y tenía algo semejante a una nube oscura en la mirada. El Padre Bernard se le acercó e intentó serenarla, pero ella no parecía escuchar nada. Asentía por momentos, pero era clarísimo que lo que escuchaba venía a gritos desde el interior de su propia mente. Era el alarido de su instinto de supervivencia.
                  En eso estábamos cuando el reloj de la tienda dio las 6 de la tarde con un gong sombrío. Claudette dio un alarido y escapó a la calle. Salimos todos detrás y alcanzamos a ver cómo se perdía corriendo, colina arriba hacia el Internado, como si la persiguiera el Diablo en persona.
                   El Padre Bernard me tomó de los hombros.
                 - Está aterrada por escuchar lo que no debía. Tendrás que alcanzarla, Marie. Mi transporte sale ya mismo y no puedo hacer más. Te quedan por lo menos 50 minutos de luz de día y el trayecto no debería llevarte más de media hora. ¿Puedes hacerlo, Marie? ¿Confío en ti?
                Asentí. Era la verdad. Por supuesto que podía. Miré a la vendedora de la tienda. Sus manos también habían empezado a temblar. Hasta el cochero se veía perturbado. Encendió con premura un puro y empezó a mirar con recelo por encima de su hombro, como si quisiera largarse ya mismo de esa aldea maldita.
                - ¿Marie? ¿Confío en ti, niña?- volvió a preguntarme el Padre. La mujer se metió en la tienda, cerró con llave y bajó las cortinas.
                Me acerqué al Padre, y tal vez por su extrema sensibilidad intuyó que iba a decirle algo íntimo, algo confesional.
               -Padre...-le murmuré apenas con mi aliento- ¿Padre Bernard...por qué no le temo a La Bestia?
               No sé qué esperaba que le dijera, pero definitivamente no era lo que escuchó. Sonrió aliviado y me dio un beso en la frente. Un beso de genuino cariño. Lluvia fresca en el desierto para una huérfana como era yo.
              - Dios te hizo así, Marie. Y sus designios son un maravilloso misterio...
              Y tenía razón, de muchas maneras sorprendentes. 
              Besé su mano, me dio la bendición y eché a correr tras los pasos de Claudette, mientras chasqueaban los cerrojos de las puertas, y los postigos y las celosías se iban cerrando a golpes a mis espaldas.
                                                 *                *                *    
              Cuando alcancé de vuelta la arboleda, la bruma había descendido más espesa sobre la ladera. Era una nube baja, pesada y húmeda que hizo desaparecer el cielo y volvió todo blanco grisáceo, como si el bosque mismo estuviera flotando dentro de la nube.
              ¿Qué camino habría tomado yo, de estar en los zapatos de Claudette? El Camino de la Salvación parecía el más indicado para alguien con miedo, porque había 3 o 4 metros de terreno abierto desde el sendero hasta los pinos silvestres y abetos. Cualquier ataque tendría que venir de los árboles y esa distancia daría unos segundos de ventaja para escapar. Siempre y cuando La Bestia fuera algo que pareciera amenazante. ¿Y si era invisible? ¿Y si no se podía distinguir como una bestia asesina? Aún dentro de los zapatos de Claudette sentí su corazón latiendo como a puñetazos y supe que habría dejado el Camino de la Salvación justo aquí, para tomar el atajo a través de los árboles, en línea recta hasta el Internado. El camino más corto...aunque más peligroso. Ya no estaba pensando, sino que el miedo estaba pensando por ella.
               Más adelante tropecé con el rosario de Claudette. Estaba cortado. Seguro habría apretado tanto la pequeña cruz en su puño que el mismo movimiento de la carrera habría hecho que se cortara. Eso suponiendo lo mejor, claro.
                Caminé una decena de metros más y me detuve. Las sombras ya se descolgaban. Cerré los ojos y escuché el sonido del viento entre las ramas, el crepitar de los troncos al mecerse. Extendí los brazos, como si acaso hubiera forma de abrazar ese instante. Era hermoso.
                De pronto, escuché el más leve de los sollozos. Abrí los ojos y avancé un poco. El uniforme del internado era gris oscuro, así que no se distinguía mucho del color que el bosque iba adquiriendo, pero igual pude distinguir a Claudette: estaba subida a la horqueta gruesa de un abeto, a metro y medio de suelo, apretando sus piernas con sus manos como si quisiera volver a ser un feto, como si deseara ser pequeña, insignificante, invisible a todo. Seguía temblando y no le quedaban lágrimas, así que lo suyo era un sollozo seco, los dedos lastimados por la desesperación con que arañaron la corteza áspera al  trepar al árbol.
                Era un pésimo escondite, claro. Si La Bestia hubiera sido un puma ya estaría muerta. Yo me habría cubierto con hojas secas y cáscaras de corteza en alguna depresión del terreno. Me hubiera quedado muy quieta y aun así hubiera estado expuesta al olfato de La Bestia, si es que lo usaba. Eso hubiera hecho, siempre y cuando hubiera sentido miedo.
                Claudette me descubrió y su mirada aterrada se transformó como si hubiera visto un ángel. Saltó del árbol repitiendo mi nombre mil veces y se abrazó a mis piernas. Balbuceó que la perdonara por odiarme, que ella sólo quería ser la mejor, que quería ser mi nueva mejor amiga para siempre, pero que no la dejara allí sola, que por Dios y todos los Santos del Cielo, no la fuera a abandonar allí.
               - No llores Claudette - le dije, o tal vez sólo lo pensé, y pasé mi mano por su cabello de princesa. No tendrás miedo nunca más. Ahora lo veo claro. Ahora entiendo porqué jamás temí a La Bestia, y entiendo con cristalina clarividencia a Dios y sus misteriosos designios. Ya volverá después a mi mente la piadosa niebla del olvido, como la bruma de este bosque, y no sabré ni cómo mi ropa quedó manchada de rojo. (Siempre tuve mala suerte con las manchas...) Pero habrá ropa limpia para mí. Nadie se acerca a los tendederos después de caer el sol. Y otro uniforme se perderá sin explicación mientras el sucio se pudre oculto, cubierto con hojas secas y cáscaras de corteza.
                Ahora entiendo bien por qué tengo las tijeras más afiladas del cuarto de zurcidos en el bolsillo y mis dedos acariciándola desde que salimos del Internado.
               Ya estás mejor, ¿verdad Claudette? Ya estás purificada más allá de todo miedo. Ya puedes quedarte ahí y yo seguir mi camino. Mañana vendrán por ti. No saldrán a buscarte hasta bien entrado el día, pues nadie se atreverá, ni siquiera los más rudos hombres armados.
             Todos tendrán miedo, excepto yo. De nuevo sin saber por qué. Sin siquiera suponer, que si una bestia anda suelta y tú vas por ahí sin sentir ningún miedo, ¡cuidado!

             Puede que La Bestia seas tú...

Este relato obtuvo el 2º Premio del Certámen Literario La Voz del Pueblo 2015

Ramona Maciel, Directora de La Voz Del Pueblo-Andrés Mazzitelli recibiendo la distinción


Jurado del Certamen y Amanda Mazzitelli





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